El tiro por la culata
La acción de la novela transcurre un año y medio después del terremoto de 1647, que destruyó Santiago. Estructurada en breves capítulos, en los que priman el diálogo y la sobreabundancia de actores, El inquisidor se lee sin pausa ni respiro.
Camilo Marks
Salvando las proporciones, Gustavo Frías ha hecho algo parecido a lo que Maurice Druon efectuó con su serie ficcional "Los reyes malditos", al modernizar las percepciones en torno a una era que, pese a su lado negro, fue vibrante, agitada, pletórica, contradictoria Frías ha rescatado nuestro propio medioevo, es decir, el período de la Colonia, otorgándole una inédita visión literaria, una fuerza, un brío, que pocos antes que él han logrado insuflarle. Porque desde las lecciones en el colegio hasta los estudios universitarios, o tanto en el nivel popular como en el culto, se da por sentado que el dominio español sobre el territorio chileno fue una prolongada siesta con mistelas, mates y serenos, interrumpida por esporádicos levantamientos indígenas. En la saga "Tres nombres para Catalina", formada por Catrala, La doña del Campofrío y El inquisidor, su última parte, el novelista, en un notable conjunto de relatos históricos, da un mentís rotundo a quienes pensaban de ese modo, despliega un lienzo tornasolado, violento del siglo XVII, y toma como eje central al personaje más conocido de entonces, quizá el más legendario de todos los tiempos en los anales patrios: Catalina de los Ríos y Lisperguer, llamada La Quintrala. Y a diferencia de las hagiografías o los libelos, Frías, en textos bien escritos, con oficio y garra, nos da a conocer a una mujer y unos años plenos de incertidumbre, cuando las luces y las sombras reinaban por igual y las personas, lejos de estar postradas en la quietud y el acatamiento contemplativo, ocupaban sus días en la aventura y el desenfreno.
Es preciso recordar que España no siempre fue lo que vemos en el presente, y que mientras en el resto de Europa la Inquisición se batía en retirada, los Reyes Católicos hicieron resurgir, con renovado ímpetu y malignidad, a esa fatídica institución, sobre todo para ir de cacería tras las violaciones a la fe en el inmenso imperio que construyeron. Si bien la Capitanía General que conformábamos en el punto geográfico más austral del mundo parecía exhibir magras hazañas pecaminosas, los agentes del terror piadoso pudieron descubrir una que otra herejía, alguna nimia desvergüenza que justificara sus desvelos. En uno de estos incidentes, mezcla de realidad e imaginación, se detiene la amenísima trama de El inquisidor.
La acción transcurre un año y medio después del terremoto de 1647, que destruyó Santiago, y está indisolublemente ligado a la efigie del Cristo de Mayo —o Cristo de la Agonía—, en la Iglesia de las Agustinas, cuya corona se desplazó hacia el cuello, en lo que se consideró un milagro o una advertencia temible, ya que esa representación dista de mostrar misericordia o compasión: es enojo, ira, amenaza del castigo eterno lo que más bien emana de esa feroz mirada. Francisco Alcázar, oriundo de estas tierras pero avecindado en Lima, regresa al poblado nativo para investigar los crímenes contra el dogma católico que, de acuerdo con los rumores que llegaron a sus oídos, eran bastante graves. La verdad es que, después del devastador sismo y las consiguientes calamidades, la gente se había relajado bastante luego de tanto desastre y privación. Los indios, claro, continuaban mostrándose desnudos, copulaban a diestra y siniestra sin que la evangelización hiciera mella en sus nefandos hábitos, y por disposición de las leyes reales, el largo y todopoderoso brazo de los paladines de la religión no podía tocarlos.
Alcázar queda enseguida consternado ante la renaciente Sodoma que visita. Y sin dilación da con dos judíos conversos y un par de brujas, a quienes somete a torturas y expone en el cepo para horror o deleite de los transeúntes que cruzan la Plaza Mayor. Sin embargo, sus metas, dirigidas a coronar su carrera, eran otras: por medio de la delación y el soborno, descubre que las seis damas más encumbradas e influyentes del reino llevan a cabo impúdicas prácticas sexuales. En realidad, la media docena de hermosas mujeres de largos nombres y apellidos solían engañar a sus aburridores esposos o, en el caso de las solteras, fornicar con apuestos varones cada vez que celebraban sus cumpleaños u otras fiestas, descuidando su seguridad personal con la inconsciencia que proporcionan el poder y el dinero. Como a veces ocurre, la acusación de Alcázar se vuelve en su contra y le sale el tiro por la culata. Para su horror, la misma Quintrala, dea ex machina, participa en su caída.
Estructurada en breves capítulos, en los que priman el diálogo y la sobreabundancia excesiva de actores, El inquisidor se lee sin pausa ni respiro. Y también puede verse en la narración el origen de ciertos rasgos criollos negativos que viven y pervivirán gracias a las peculiaridades que nos son propias: la hipocresía, la envidia solapada, la ostentación. No es un logro menor en un texto que se propone, más que nada, entretener. Y vaya que lo consigue.