Los Diez, una identidad enmascarada
Anthistoria de un pueblecito
Para los lugareños
del pueblo de Las Cruces
Al revés de la novela, hija de una imaginación que elige su historia,
éste es un texto sobre la vida real,
que es desordenada, multifacética e imprevista;
aquí hay miles de historias que se entrelazan, mezclan e influyen,
creando una realidad tan confusa que la memoria olvida.
“Sólo despierta el que ha soñado”.
Lema del escudo de los Prado.
El arte es “la búsqueda de lo ignorado dentro de lo conocido”.
Charles Baudelaire.
“La historia es aquello que no nos cuentan”
Don DeLillo en Underworld,
según Francisco Torres, en Las Cruces.
“Describe tu pueblecito y serás universal”.
Azorín.
NOTA: Cualquier semejanza entre la época que cubre esta ayudamemoria, principios del siglo XX, con el comienzo de este siglo, talvez no sea del todo accidental. Lo más probable que se trate de nuestra oculta indiosincrasia.
Si el lector se ha sentido ofendido por la errata de la línea anterior, “indiosincrasia”, le ruego recordar que George Carlin, que hablaba en inglés y murió recién hace pocos meses este año de gracia, 2008, asegura que “indios” significa in, en, dios, Dios. Estar en Dios.
Primera parte
DE AQUÍ, ALLÁ Y ACULLÁ
El primer viaje
Hace cerca de cincuenta y cinco años vine a veranear a Cartagena, viajando en tren. Estaba invitado a la casa de los Villalón Luco, esquina por medio de la casa de doña Juanita Aguirre, la viuda del malogrado presidente del país, el tío Pedro. Considerando que hoy corre el 2008, llegué por primera vez a Las Cruces, montado en un caballo arrendado en las Dunas de Cartagena.
Aunque en ese momento ignorara la leyenda, parece que el nombre Las Cruces proviene de tres cruces, levantadas frente al mar, para recordar naufragios ignorados y muertes olvidadas, en los roqueríos de la Punta del Lacho, un promontorio rocoso que se encuentra al norte del barrio conocido como Vaticano.
En el siglo XVIII el lugar fue conocido administrativamente como Cruz de Carén. Si carén, término inexistente en español, resulta un apócope de carena, que es la parte normalmente sumergida de una embarcación, de haber estado ubicadas las cruces en el lugar que dicen, durante las mareas muy altas sus bases habrían quedado bajo el agua, plagándose de los líquenes, musgos y pequeños crustáceos que constituyen la carena que finalmente debe haberlas destruido.
José Toribio Medina describe el lugar hacia la segunda mitad de siglo XIX: “El observador que partiendo del pueblito de Cartagena, en la costa de Melipilla, se dirige hacia el norte”, dice, “tiene que sentirse sorprendido al notar que los cerros de arena que se extienden a lo largo de la Playa Grande se ven cubiertos de moluscos que tapizan el suelo casi por completo y presentan el aspecto de una blanca alfombra…
“Al fin de la Playa Grande, siempre hacia el norte, hay un promontorio o punta de cerro que avanza hacia el mar; pero una vez del otro lado, vuelve de nuevo a presentarse la playa abierta, en cuyo comienzo se encuentran agrupados los veinte o treinta miserables ranchos en que viven los habitantes de Las Cruces, algunos de los cuales y especialmente las mujeres de edad, todavía recuerdan en sus facciones el tipo netamente indígena…”
Dicho sea como simple recordatorio, en el siglo XVI, a la llegada de los españoles, el lugar era habitado por los indios huachunde, de los cuáles apenas sabemos que su nombre significa ‘provenientes de las tierras altas’.
El lugar se hizo más frecuentado con la llegada del ferrocarril, que hasta 1910 llegaba solo hasta Malvilla. Llegar a las playas, como El Tabo o a Las Cruces, era una aventura que el gran jefe de Los Diez, Pedro Prado, recuerda en algunos párrafos de El Juez Rural.
“Con el atraso que traía el tren, se hizo de noche antes de llegar a la mitad del camino. Los viajeros protestaban inútilmente...
“- Leyda... ¡Estación de Leyda! -, gritó alguien”.
En su Gran Señor y Rajadiablos, Eduardo Barrios, otro de Los Diez, asegura que el nombre Leyda, cuya estación de ferrocarriles era una preciosa miniatura que se incendió algunas décadas atrás junto al decreto que la declaraba monumento nacional, proviene de La Ida, porque se trataba de un pueblo construido solo para atender a los viajeros a la costa central. Su equivalente, en el regreso a Santiago, habría sido la estación La Huerta, en buen castizo, La Vuelta, situada poco más o menos en Marruecos, como se conocía por ese entonces a lo que hoy llamamos Padre Hurtado.
Pero volvamos a los recuerdos de Prado: “Fue un rápido salir del vagón ruidoso, con aire viciado y caliente, al paradero, frío, quieto y solitario, metido entre negras colinas.
“Al alejarse el tren iluminado y bullicioso, quedaron en abandono, solitarios en un extremo del andén, sumidos en la oscuridad y en el silencio campesino, sintiendo en torno agitarse el viento frío de la costa que los palpaba inquieto como un perro que husmea...
“El mortecino resplandor de un fósforo alumbró un breve espacio. Los rieles paralelos brillaron; entre la laja y el negro carboncillo viéronse, creciendo entre los durmientes, malezas sombrías y manchadas de aceite...
“A tientas treparon al estribo” del break que los esperaba. Un coche tirado por caballos a cuya cabina se ingresaba por atrás, como el que usamos en la de Julio comienza en Julio.
“Parecían haberse acostumbrado algo más a la oscuridad, pero ya dentro del coche las tinieblas fueron absolutas”.
A la luz del último fósforo, los viajeros vieron al extremo de la banqueta, a un sonriente campesino, viejo y de largas barbas... “luego las sombras lo envolvieron.
“- ¿Va a El Tabo?
“- No, señor; me bajo en Zárate.
“Siguió un largo silencio.
“Se oía el trote de los caballos y el rodar de las ruedas; repentinas sacudidas conmovían a los viajeros; luego el carruaje, que parecía ir deteniendo su marcha, comenzó a levantarse del extremo delantero, los caballos avanzaban resoplando, la fusta hacía oír sus restallidos, pero la oscuridad era tan impenetrable que parecían seguir quietos, siendo todos los vaivenes y ruidos una simple comedia, una comedia que no bastaba a dar la impresión de un viaje real y de un avance efectivo...
“Siguió el carruaje, en ese viaje irreal, rodando y rodando... De tarde en tarde, al cruzar cerca de las eras o de los apriscos, perros ladraban. Distintamente percibíase en el aire, a veces el olor suave de la paja quebrada, otras el más pronunciado del estiércol de las ovejas. Los caballos seguían indiferentes, y los ladridos pertinaces iban perdiéndose en ahondadas distancias...
“- ¿Por estos campos no anda gente mala?
“- No, señora, - respondió el campesino -. En este año no se ha oído decir nada. Robos de animales, no más...
“La noche, entoldada de nubes, sólo hacia el oriente dejaba asomar, bogado en retazos aún más negros, estrellas insignificantes que huían despavoridas. Unos matorrales crecían al borde de los fosos...
“Al dar la última revuelta, apareció una fogata a medio extinguir. Era un convoy de carretas alojado cerca del estero...
“Atravesaron el paso, con gran esfuerzo de los caballos, el pesado y largo arenal del estero...
“El vaho de las aguas, el crujir de las arenas y el aroma de los chilcales, acompañaron un tiempo a los viajeros. Luego otra vez a rodar y rodar por caminos duros e invisibles. Pasaron el caserío de Lo Abarca – así lo advirtió el cochero -, pero ellos no divisaron, de las casas que allí debía de haber, otra cosa que una rendija brillante.
“El descanso que había que dar a los caballos antes de ascender la cuesta de Lo Abarca; los minutos que pasaron allí entre árboles que cuchicheaban, parecieron eternos...
“Cuando encimaron la cuesta, un viento impetuoso les batió de lleno, y las cortinas mal unidas del break dieron en azotar la caja del coche y las espaldas de los que iban allí dentro...
“El carruaje rodaba, rodaba sin término. Debían ser campos tan solitarios que no se oía ni el ladrar de los perros. Sólo se escuchaba el entrechocarse y silbar de las ramas de los árboles. Un grato perfume a eucaliptos y el eterno bajar y subir del carruaje, hicieron sospechar... que acaso irían ya cerca de su destino...
“¡Por momentos, cuando el ruido que hacían los árboles se atenuaba, se oía un bronco desplome, sordo derrumbe de olas lejanas!”
Está claro que los últimos párrafos de esta prolongada cita sólo los reproduje por el placer de la prosa impecable, inesperada, del autor.
Sólo en 1911 el ferrocarril llegó a Llolleo, donde, proveniente de Santiago, veraneaba hasta tres meses la flor y nata de la buena sociedad santiaguina, la “gente bien”.
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