domingo, 24 de agosto de 2008

Revista de Libros - Domingo 24 de Agosto

El tiro por la culata

La acción de la novela transcurre un año y medio después del terremoto de 1647, que destruyó Santiago. Estructurada en breves capítulos, en los que priman el diálogo y la sobreabundancia de actores, El inquisidor se lee sin pausa ni respiro.

Camilo Marks


Salvando las proporciones, Gustavo Frías ha hecho algo parecido a lo que Maurice Druon efectuó con su serie ficcional "Los reyes malditos", al modernizar las percepciones en torno a una era que, pese a su lado negro, fue vibrante, agitada, pletórica, contradictoria Frías ha rescatado nuestro propio medioevo, es decir, el período de la Colonia, otorgándole una inédita visión literaria, una fuerza, un brío, que pocos antes que él han logrado insuflarle. Porque desde las lecciones en el colegio hasta los estudios universitarios, o tanto en el nivel popular como en el culto, se da por sentado que el dominio español sobre el territorio chileno fue una prolongada siesta con mistelas, mates y serenos, interrumpida por esporádicos levantamientos indígenas. En la saga "Tres nombres para Catalina", formada por Catrala, La doña del Campofrío y El inquisidor, su última parte, el novelista, en un notable conjunto de relatos históricos, da un mentís rotundo a quienes pensaban de ese modo, despliega un lienzo tornasolado, violento del siglo XVII, y toma como eje central al personaje más conocido de entonces, quizá el más legendario de todos los tiempos en los anales patrios: Catalina de los Ríos y Lisperguer, llamada La Quintrala. Y a diferencia de las hagiografías o los libelos, Frías, en textos bien escritos, con oficio y garra, nos da a conocer a una mujer y unos años plenos de incertidumbre, cuando las luces y las sombras reinaban por igual y las personas, lejos de estar postradas en la quietud y el acatamiento contemplativo, ocupaban sus días en la aventura y el desenfreno.

Es preciso recordar que España no siempre fue lo que vemos en el presente, y que mientras en el resto de Europa la Inquisición se batía en retirada, los Reyes Católicos hicieron resurgir, con renovado ímpetu y malignidad, a esa fatídica institución, sobre todo para ir de cacería tras las violaciones a la fe en el inmenso imperio que construyeron. Si bien la Capitanía General que conformábamos en el punto geográfico más austral del mundo parecía exhibir magras hazañas pecaminosas, los agentes del terror piadoso pudieron descubrir una que otra herejía, alguna nimia desvergüenza que justificara sus desvelos. En uno de estos incidentes, mezcla de realidad e imaginación, se detiene la amenísima trama de El inquisidor.  

La acción transcurre un año y medio después del terremoto de 1647, que destruyó Santiago, y está indisolublemente ligado a la efigie del Cristo de Mayo —o Cristo de la Agonía—, en la Iglesia de las Agustinas, cuya corona se desplazó hacia el cuello, en lo que se consideró un milagro o una advertencia temible, ya que esa representación dista de mostrar misericordia o compasión: es enojo, ira, amenaza del castigo eterno lo que más bien emana de esa feroz mirada. Francisco Alcázar, oriundo de estas tierras pero avecindado en Lima, regresa al poblado nativo para investigar los crímenes contra el dogma católico que, de acuerdo con los rumores que llegaron a sus oídos, eran bastante graves. La verdad es que, después del devastador sismo y las consiguientes calamidades, la gente se había relajado bastante luego de tanto desastre y privación. Los indios, claro, continuaban mostrándose desnudos, copulaban a diestra y siniestra sin que la evangelización hiciera mella en sus nefandos hábitos, y por disposición de las leyes reales, el largo y todopoderoso brazo de los paladines de la religión no podía tocarlos.
Alcázar queda enseguida consternado ante la renaciente Sodoma que visita. Y sin dilación da con dos judíos conversos y un par de brujas, a quienes somete a torturas y expone en el cepo para horror o deleite de los transeúntes que cruzan la Plaza Mayor. Sin embargo, sus metas, dirigidas a coronar su carrera, eran otras: por medio de la delación y el soborno, descubre que las seis damas más encumbradas e influyentes del reino llevan a cabo impúdicas prácticas sexuales. En realidad, la media docena de hermosas mujeres de largos nombres y apellidos solían engañar a sus aburridores esposos o, en el caso de las solteras, fornicar con apuestos varones cada vez que celebraban sus cumpleaños u otras fiestas, descuidando su seguridad personal con la inconsciencia que proporcionan el poder y el dinero. Como a veces ocurre, la acusación de Alcázar se vuelve en su contra y le sale el tiro por la culata. Para su horror, la misma Quintrala, dea ex machina, participa en su caída.

Estructurada en breves capítulos, en los que priman el diálogo y la sobreabundancia excesiva de actores, El inquisidor se lee sin pausa ni respiro. Y también puede verse en la narración el origen de ciertos rasgos criollos negativos que viven y pervivirán gracias a las peculiaridades que nos son propias: la hipocresía, la envidia solapada, la ostentación. No es un logro menor en un texto que se propone, más que nada, entretener. Y vaya que lo consigue.



miércoles, 13 de agosto de 2008

Diario La Nación - 13 de Agosto 2008


LOS PLACERES Y LOS LIBROS

Bajo faldas y sotanas

¿Es esta nueva novela de Gustavo Frías (1939) parte de su trilogía sobre la Quintrala? Parece que no, pero igual sí: en "El inquisidor", subtitulada "Un origen para la leyenda", vemos que -dieciocho meses después del terremoto en que al Cristo de Mayo la corona de espinas le quedó en el cogote de milagro- arriba a Santiago de Chile el extremeño Francisco Alcázar de Romo, inquisidor dominico enviado a vigilar la no pecaminancia en la capital de nuestro país. Corría el año 1648.

"-No me huele bien esta celebración tuya, Antonia -confesó Mariana Álvarez de Garcés de Mancilla, llevándose a la boca la bombilla del mate": La De Mancilla está, tal vez, a punto de mancillar algo mediante el adulterio, pero Juana del Rosario, anfitriona de media docena de mujeres aristócratas, la tranquiliza: "-Tampoco yo haré nada muy pecaminoso hoy. Me toca la luna". La reunión era una de muchas en que entregábanse estas chilenas al comercio febril con caballeros que no eran sus maridos. Presa fácil para el feroz Alcázar.

Todo lo narra Casimiro, coterráneo del inquisidor y capaz de contar incluso lo que no ve: Alcázar, tras la denuncia de la esposa cachuda de un soldado, fisgonea a través de ciertas ventanas. Lo que allí observa lo obliga -madre naturaleza- a automanipularse bajo el hábito. Y es que, al otro lado de la ventana, "la mano de García agarró a la mujer por el cabello de la nuca y la obligó a bajar la cabeza para ( )". Era Antonia, cuya alcurnia mestiza agregaba encantos a su buen ver. Alcázar, furioso su debilidad al excitarse en oculta tercería, pero refrendado en sus sospechas de que el espíritu de la Quintrala pedagogiza libidinosamente a estas damas de la sociedad, procederá a azotarse la espalda con una rama.

Las gozadoras deben ser castigadas por semejante pacto con el Diablo, cavila Alcázar, y procede. Una tal María Becerra, amante a regañadientes del gobernador, trafica con informes útiles al propósito del inquisidor. Los acontecimientos se precipitan. Hacia el final, luego de indulgir a José, un fraile que era su ayudante y que se había enamorado empíricamente de la informante, mujer mitad indígena también, Alcázar verá cómo sus propios compañones penden, ay, de un hilo.

Una tesis horrible subyace en esta narración extensa hecha de breves capítulos: muy pocos sacerdotes católicos resistirían la tentación de la carne viva (la Becerra lo sabía). Agréguese a ello otra: toda dama es susceptible de vulcanizarse. O sea, bajo faldas y sotanas arde Babilonia.

El inquisidor
Novela
Gustavo Frías
Alfaguara, 2008
392 páginas




domingo, 10 de agosto de 2008

Reedición y Nueva Novela

La segunda semana de Agosto estarán en librerías las reediciones de “Tres Nombres para Catalina: Catrala y La Doña de Campofrío”, junto con la nueva novela “El Inquisidor”, teniendo en sus portadas cuadros de la pintora y dibujante Chilena Carmen Aldunate.

El Mercurio - Domingo 10 de agosto de 2008

Precuela Tres nombres para Catalina:
Un comienzo para la Quintrala


Cuando aún falta el último volumen de la trilogía sobre la figura que persigue a Frías, esta semana aparecerá en librerías El inquisidor, la precuela de la saga.
Jennifer Abate

El litoral central chileno revive a principios de agosto. Gustavo Frías, habitante orgulloso del balneario de Las Cruces, no pierde oportunidad de recalcar la excepcionalidad de los aromos que tiene a la vista o sus flores amarillas que se confunden con el sol. Le parece el mejor lugar para la escritura o para su ritmo de vida actual que, asegura, le permite mandarse solo y comer cuando tiene hambre y dormir cuando tiene sueño.

A su trilogía Tres nombres para Catalina (Alfaguara) le falta la última parte. Después de Catrala y La doña de Campofrío, publicadas en 2001 y 2003, respectivamente, vendrá La Quintrala, aún sin fecha de lanzamiento. Con este último volumen, Gustavo Frías concluirá la extensa narración de la leyenda de Catalina de los Ríos, "la Catalina" para él. Sin embargo, sin hacer caso de ese orden autoimpuesto, Gustavo Frías, guionista y director teatral además de escritor, publica ahora El inquisidor (Alfaguara), una precuela de su trilogía, que viene a explicar el contexto social del Chile del siglo XVII y entre cuyas páginas el fantasma de la Quintrala deambula poco sigiloso y se materializa en mujeres gozadoras que no pueden escapar de la mirada atenta de la Inquisición. De hecho, esta novela no calza en la caracterización de los otros volúmenes sólo porque no es Catalina de los Ríos quien cuenta la historia en primera persona.

-Ha sugerido que es la Quintrala quien le 'dicta' "Tres nombres para Catalina". ¿Fue ella misma quien le sopló las líneas de "El Inquisidor"?

-No, más bien las robé. Yo me enteré de esta historia por Mónica Echeverría, quien en uno de sus libros habla de todas estas historias que olvidamos al tiro, de esos episodios que son como bochornosos. Olvidamos nuestro propio origen. Se calcula que unos sesenta millones de indios caribes habitaban el Golfo de México y las islas cercanas. La colonización española fue tan brutal, que a sesenta años de la llegada de Pedro de Valdivia, no quedaba ninguno. Es el peor genocidiode la historia: Hitler es una especie de niño de teta al lado de lo que hicieron los españoles en América, y nadie lo recuerda.

-¿Es diferente escribir con la inspiración en el oído a construir desde la investigación?

-Yo no conozco mucho la inspiración. Conozco, y aquí le estoy copiando a Thomas Mann, la transpiración. Yo trabajo mucho, unas cinco o seis horas diarias. De hecho, en este momento estoy terminando una historia completamente distinta, que describe el período que va desde 1910 hasta 1925, impresionantemente parecido a lo que estamos viviendo hoy. La misma clase política, las mismas mentiras, las cuestiones mal hechas. Es como si no hubiéramos avanzado nada. Lo único que nos cambió es que en esa época
éramos muy dependientes de Inglaterra y ahora lo somos de Norteamérica.

Un país sin identidad



-¿Por qué le interesó desarrollar el género de la novela histórica?

-Nuestra historia dice que Catalina es mala. ¿Y por qué es mala? Porque es perversa. ¿Y por qué es perversa? Porque es mala. No sé si me explico. Nosotros hemos falsificado la
historia y la hemos contado mentirosamente. Yo creo que lo que estoy tratando de mostrar es la falsa identidad que tenemos los chilenos, que nos hemos contado el cuento de que somos los "ingleses de Latinoamérica", que es el equivalente a ser los marcianos de otra parte. Los brasileños saben muy bien qué son, al igual que los argentinos y los mexicanos. Los chilenos no tenemos una identidad propia, porque heredamos la actual de quienes escondieron en el patio a la abuela indígena para decir que eran españoles puros en la época de la Catalina de los Ríos. Antes copiábamos a Inglaterra, después le copiamos a Francia un rato y ahora a Estados Unidos. Y somos una mala copia. No hemos encontrado una identidad original. ¿Socialismo? Eso es una construcción europea. No tiene nada que ver con la mezcla mestiza nuestra. Creo que hay que recuperar nuestra leyenda, lejos de la hipocresía.

-¿Cree que la crítica hacia los años de la Quintrala se extiende conscientemente hacia nuestro presente?

-A veces mi crítica es más hacia el presente que hacia el pasado. Yo creo que sí es intencionada. La clase política tradicional chilena me merece serias, serias dudas. Acabo de leer un documento que recoge una crítica de Vicente Huidobro hacia la sociedad chilena, que es absolutamente sorprendente. Él habla de "un país que apenas a los cien años de vida está viejo y carcomido, lleno de tumores y de supuraciones de cáncer, como un pueblo que hubiera vivido dos mil años y se hubiera desangrado en heroísmos y conquistas. Todos los inconvenientes de un pasado glorioso, ero sin la gloria. No hay derecho para llegar a la decadencia sin haber tenido apogeo". Es exactamente lo mismo que pasa hoy, cuando Huidobro dice que los "políticos chilenos se cotizan como las papas" y caracteriza "una justicia que haría reír si no hiciera llorar".

A contar historias

-¿Le preocupaba que la extensión de sus obras alejara a los lectores?

-No sé, nunca me planteé ese tema. Supongo que para cada autor es diferente. A mí lo que me asombra del escritor contemporáneo es querer siempre ser el protagonista de sus
historias, que es una crítica que yo insinúo al no poner mi foto en la contraportada de El Inquisidor. Opino que ya hay demasiados rostros.

-¿Qué rol de los que ha cumplido le acomoda más?

-Yo creo que más que un personaje de televisión, que lo fui alguna vez; más que un director de teatro, que también lo fui, soy una especie de cuentacuentos. A mí me encanta contar historias y recordarlas. Yo sé que en este momento el gran tema es el producto audiovisual, y que la literatura como tal se está acomodando rápidamente al cine y no hay de otra. Pero yo me crié leyendo, entonces me viene solo esto de escribir. Por eso no me he querido meter mucho en las producciones de cine, y eso que siendo director de teatro hubiera sido el camino lógico. Es fascinante contar cuentos. Ahí te das cuenta de que estamos todo el tiempo inventando la historia, inventando nuestra propia vida: no recordamos todo lo que debemos recordar, acomodamos las cosas a nuestro parecer, y vamos contando cuentos al igual que los países se cuentan sus propias historias.

-En ese sentido, ¿cuál es su apuesta narrativa al momento de crear historias?

-Juan Francisco González, en sus cuadros, no tiene centro focal. Lo ve todo al mismo tiempo, sin un centro determinado, de modo que el espectador, o lo ve como está pintando González, o se inventa su propio centro focal. Es lo mismo que yo digo: se trata de ver al indio que somos al mismo tiempo que el español que también somos.

Nosotros deberíamos celebrar el año nuevo cuando lo hacen los mapuches, que es lo que nos corresponde astronómicamente. Deberíamos celebrar la muerte del año a fines de junio, que es cuando le afecta al hemisferio sur, cuando todo se muere. Pero en vez de eso, lo celebramos en pleno verano, cuando la fruta está creciendo. Conmemoramos la muerte del año cuando todo está floreciendo y le tenemos que poner motitas de algodón al árbol de pascua porque se supone que debe estar nevado. Nos hemos convertido en algo que no somos, mucho más que otros pueblos latinoamericanos.

-¿Para cuándo podríamos esperar el último volumen de la saga de la Quintrala?

-No pienso apurarme. Si yo decidí ponerme a escribir, fue para dejar una obra, no esa cuestión de ganar plata para construir un piso más en mi casa. No es ese mi afán.

El inquisidor
Gustavo Frías
Alfaguara, Santiago, 2008,
392 páginas.
Novela

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